NOVELA GEOMÉTRICA — Mario Levrero

 

a

 

Un paso en falso me llevó a deslizarme por el plano inclinado y perder de vista a Beatriz. Lo sentí inicialmente como una caída vertical que casi me detuvo el corazón. Manoteaba el aire, desesperado; me sentía resbalar en forma interminable a velocidad loca, y no había puntos de referencia: sólo los bordes del plano, por demás estrecho, filoso como hojas de afeitar. Luego, muy lentamente, la inclinación se fue suavizando, tendiendo a la horizontal.

Mi cuerpo se contorsionaba, tratando de frenar la caída, y por el calor del roce, que me desgastaba la ropa y me producía dolorosas quemaduras. Resbalaba de rodillas, sentado, en posición fetal, acostado, cabeza abajo, y de pronto lograba ponerme de pie y corría con los brazos abiertos hasta quedar sin aliento; un nuevo resbalón, o el cansancio, me hacían caer y rodar sobre el plano, deslizarme sobre el estómago, con manos y rodillas, y así durante minutos o siglos de un tiempo incalculable. Y quedé sin ropa, desgastada, quemada, y la piel se me fue curtiendo y encalleciendo, hasta que el plano se hizo casi horizontal. Por fin me detuvo, sin mayor brusquedad, el vértice superior de un triángulo que asomaba intersectando el plano inclinado.

 

 

b

 

Me enderecé, me recosté contra el vértice de aquel triángulo y traté de descansar; lo hice hasta que el recuerdo de Beatriz me aferró la garganta con mano de angustia y sentí la necesidad de hacer algo por regresar junto a ella. El plano del triángulo era de una solidez aparente que cedía al menor deseo; lo atravesé con cautela, pasando por debajo de la hipotenusa, y aferrándome del cateto vertical me asomé y vi que a pocos metros debajo del plano inclinado pasaba un plano horizontal muy vasto, al parecer sólido y seguro. No se veían sus límites.

Las manos encallecidas, pétreas, me permitieron sostenerme sin dolor del borde del plano inclinado. Solté la mano izquierda de este borde y me aferré del cateto vertical del triángulo. Dudé mucho antes de soltar la mano derecha y pasarla también al cateto. El descenso fue rápido y sencillo, pero también doloroso; algunos cortes atravesaban la gruesa capa de mi piel y me hacían sangrar. Finalmente llegué al vasto plano horizontal, un verdadero desierto. Por fortuna, se curvaba en el horizonte, lo que me daba esperanzas. Eché a andar, pensando que si llegaba a un último cansancio sin haber hallado nada, tendría el recurso de intentar atravesar la materia de este plano que ahora me sostenía, y dejarme caer hacia lo desconocido.

 

 

c

 

No existía ninguna fuente visible de luz, y sin embargo todo el lugar estaba extrañamente iluminado, de una manera perfectamente uniforme; y ni mi cuerpo ni los otros objetos que hallé más tarde proyectaban sombras. Es difícil hablar de la luz, del espacio y del tiempo en aquel lugar.

Anduve mucho, hasta perder de vista la única referencia, el triángulo rectángulo, mi única conexión con aquel plano inclinado por el cual había descendido involuntaria y vertiginosamente. Pero no lo lamenté; de todos modos habría sido imposible remontar ese plano hacia su origen, hasta la posibilidad de Beatriz nuevamente; incluso habría sido insensato plantearse un ascenso por las líneas afiladas del triángulo que había utilizado para descender a este plano horizontal.

Traté de olvidar el triángulo, el plano inclinado y, sobre todo, olvidar a Beatriz. Pensar en ella me debilitaba, allí, al igual que en la superficie, y me impedía buscar soluciones.

 

 

d

 

Después de un larguísimo trecho sólo encontré un árbol seco, una semilla que parecía haber cumplido milagrosamente su ciclo vital en ese plano desértico, y mucho más allá, una herradura oxidada. Nada más.

La forma de referirme al tiempo es relacionándolo con el espacio recorrido, pero en ese espacio totalmente uniforme, aparentemente infinito, esta relación no ayuda mucho. Sólo me quedaba la referencia de mi propio cansancio, de mis ritmos vitales, de mi envejecimiento; pero a poco noté que tampoco eso tenía un significado allí. No sentía hambre ni sed, y mi cansancio físico y mi envejecimiento estaban en relación directa con mi ansiedad. Cuando lograba liberarme de la ansiedad, me sentía joven y descansado; cuando me atacaba el anhelo de alcanzar de una vez por todas la superficie, podía envejecer años en pocos minutos.

También descubrí que a pesar de la aparente uniformidad del plano había ciertos lugares más apropiados que otros para el descanso rejuvenecedor; por alguna razón de simpatía, ciertos lugares me quitaban la tensión y el cansancio y en ellos sólo existía el peligro de un rejuvenecimiento tan rápido y extremo que pudiera llevarme a formas anteriores de vida.

 

 

e

 

Una marcha lenta y uniforme me permitía caminar eternamente sin cansancio. Luego descubrí que la única forma de llegar a alguna parte, quiero decir, a algo distinto de aquella vasta uniformidad plana, era dejar de lado la esperanza y con ella, desde luego, los recuerdos. Apenas logré desterrar la esperanza, vi a lo lejos algo que me pareció una jungla, o un cielo estrellado. Enfilé hacia allí pero la ansiedad por llegar me fatigaba y envejecía, y la esperanza hacía que la distancia que me separaba de aquello fuese siempre la misma. Sólo cuando logré aquietar mi mente, dejarla más o menos en blanco al descansar en un lugar “simpático”, pude acortar la distancia. Esto generó nuevamente la ansiedad, y así mi viaje se transformó en una interesante lucha contra mis sentimientos; mientras tanto, el objetivo se iba acercando. Pude ver que se trataba en realidad de un vasto lugar repleto de figuras geométricas, predominantemente polígonos. Por fin pude llegar y penetrar en esa zona.

 

 

f

 

Muchas de las figuras estaban trazadas sobre el mismo plano horizontal que me sostenía; otras eran verticales, cortando el plano, u oblicuas; las había tangentes al plano y luego, la gran mayoría, estaban como flotando en distintas posiciones sin ningún contacto con el plano; y esa especie de bosque geométrico crecía hacia arriba sin que lograse ver hasta dónde. Tampoco me era posible calcular el perímetro que abarcaba esa zona, por más que, desde la distancia, me había parecido mucho más limitada que esta inmensidad compleja que ahora se exhibía ante mis ojos.

Algunas figuras estaban trazadas sobre trozos de planos, pero de muchas de ellas sólo quedaba el dibujo del contorno, sin la materia sobre la cual habían sido inscriptas —esa misma materia uniforme que había encontrado hasta ahora, la que podía atravesar si lo deseaba, pero de cuyos bordes afilados debía precaverme; había figuras perfectamente paralelas al plano horizontal, y si por azar alguna llegara a encontrarse a la altura de mis ojos me habría sido imposible verla, y podría sufrir un corte fatal. Debía, pues, moverme con la máxima cautela.

A medida que me internaba en el laberinto geométrico reconocía pentágonos, hexágonos, triángulos, cuadriláteros. Escaseaban las líneas curvas, y los círculos y las circunferencias se encontraban muy de tanto en tanto. También había infinidad de figuras irregulares, aunque el trazo de sus contornos siempre era nítido y perfecto.

 

 

g

 

cuando llegué a sentirme perdido en esa jungla cada vez más intrincada, calculé que siguiendo en esa forma no obtendría ninguna ventaja; pero, en lugar de intentar la salida, se me ocurrió la idea de ascender; cambiando de planos, aprovechando las distintas figuras separadas del horizontal. No era fácil; por supuesto, las figuras no estaban dispuestas en forma escalonada y, muchas veces, una vez alcanzada cierta altura debía descender porque no encontraba en las proximidades ninguna figura a una altura mayor. Mi viaje se hizo entonces muy complejo. Recuerdo que comencé trepando a un triángulo casi paralelo al plano horizontal, y luego pasé a un hexágono próximo que, aunque integrando un plano más bien oblicuo, me permitía mantener el equilibrio. Más tarde tuve que realizar  verdaderas proezas, ascendiendo de un plano a otro por líneas verticales, filosas, o saltando, porque no tenía otro recurso, desde planos considerablemente altos a pentágonos o hexágonos de reducida superficie. En una oportunidad, la materia de un trapecio resultó de escasa consistencia —o tal vez algún desfallecimiento mío se tradujo en una voluntad de caer; lo cierto es que atravesé la materia de ese trapecio y caí, por fortuna, sobre un dodecágono estrellado que me sostuvo. El golpe me dejó atontado unos instantes, y asustado; pero me repuse rápidamente.

 

 

h

 

A determinado nivel, cuando ya había perdido de vista el plano horizontal vasto por el cual me movía al comienzo, me encontré frente a un círculo completo y perfecto que me atrajo vivamente. Yo estaba parado sobre un rombo bastante amplio y seguro, a pocos metros de distancia, pero no había entre el rombo y el círculo ninguna figura que me llevara directamente hasta allí, y tuve que dar un rodeo muy largo, por culpa del cual casi pierdo de vista el círculo a pesar de que, a esa altura, las figuras no eran ya tan abundantes como allá abajo; pero, de pronto, el plano del círculo quedaba de perfil, y se hacía invisible para mí; o se interponían otras figuras.

El círculo estaba inscripto en un plano casi vertical, aunque yo había perdido referencias objetivas de horizontalidad y verticalidad. Me refiero a cómo lo veía desde el rombo cuando lo descubrí. Ya, por ese entonces, había descubierto los cambios que se producían en la gravedad, de acuerdo con mis desplazamientos. Si saltaba a un plano inclinado, desde uno horizontal, lentamente ese plano pasaba a ser, para mí, horizontal. Estoy seguro de haber estado, más de una vez, desde mi propio punto de vista, era siempre vertical.

Así, cuando estuve cerca del círculo, salté hasta él desde un hexágono, transformándolo entonces en un círculo inscripto sobre un plano horizontal. Sin saber por qué me sentí como habiendo llegado a una meta, o por lo menos a un mojón importante en mi camino hacia lo desconocido. Decidí estacionarme allí, por simpatía, para reponer fuerzas y con la vaga sensación de que algo debía suceder.

 

 

i

 

Durante mi primera permanencia en ese círculo obtuve cierta información, que no puedo decir si provenía del propio círculo o si era el producto de inconscientes meditaciones mías. De cualquier manera, la información llegó con la precisión y la fuerza necesarias para darme el coraje de realizar el experimento que ella me sugería. A mi anterior comprobación de que desechando las esperanzas podía reducir considerablemente la distancia que me separaba de los objetos, se sumó la intuición —la certeza— de que logrando cierto estado de ánimo, cierta actitud que incluía algo así como perder los puntos de referencia, podía trasladarme con un mínimo de esfuerzo exactamente al vacío desde el vacío; sólo bastaba fijar, antes, en la mente, sin ansiedad y sin esperanzas, el lugar al cual deseaba acceder; luego, borrarlo todo y saltar.

Así, pensé en un dodecágono que había visto ya no recordaba dónde, y luego, olvidando el círculo y el mismo dodecágono, salté con los ojos cerrados en cualquier dirección: entonces me encontré parado exactamente en el dodecágono deseado. Practiqué muchas veces esta especie de juego, que tenía su lado divertido, hasta obtener la seguridad absoluta de su funcionamiento. Visité muchas figuras ya transitadas, regresé muchas veces al círculo, y luego experimenté saltar hacia figuras desconocidas, inventadas, que dibujaba con prolijidad, previamente, en mi imaginación. También así funcionaba el sistema.

Esto me dio coraje para intentar un salto hacia el parque verde, junto a Beatriz. Imaginé el lugar, y la figura de Beatriz; borré todo eso y el círculo de mi mente, y salté. El vértice de un triángulo cercano me atravesó el hombro derecho, produciéndome un tremendo dolor y un leve desmayo. Perdía sangre abundantemente y estaba muy asustado. Sin embargo, conseguí utilizar otra vez el sistema para regresar al círculo y allí, tras un breve reposo, la herida cicatrizó rápidamente y el dolor cesó. El sistema no servía para acceder a lugares tridimensionales. Me pareció que debía hacerme a la idea de no poder abandonar jamás ese lugar geométrico, esa soledad eterna, esa uniformidad que ya comenzaba a hacerme desear la muerte.

 

 

j

 

En un momento dado descubrí algo que me pareció imposible: el círculo estaba ligeramente arrugado. Fue una sensación física, ya que visualmente no podría distinguirse por la uniformidad de la luz y la carencia de sombras. Con los dedos confirmé la indicación de mi pierna izquierda; en efecto, la superficie del círculo parecía estar ligeramente arrugada.

Pensé que la posibilidad de que algo se arrugase suponía tres dimensiones; luego, llegué a la conclusión de que no era absolutamente necesario, si lo permitía la naturaleza de la materia de la superficie; pensé en un juego de planos de dos dimensiones, con distintos grados de inclinación, muy próximos entre sí. Por supuesto, no tenía manera de confirmar mi teoría y, de todos modos, en ese momento me interesó más ocuparme en tratar de quitar esa superficie aparentemente arrugada, para averiguar si había algo debajo. Tal vez, pensé también, la presunta arruga podría no ser más que un llamado de atención, del lugar o de mi propia mente, para que hiciera exactamente eso.

 

 

k

 

No me costó mucho lograrlo, aunque se desgarró en algunos lugares. Era una materia bastante resistente, a pesar de su carencia de espesor, pero mis manos podían romperla. Debajo, encontré una capa exactamente igual que ocupaba el espacio de la que había quitado. Insistí con esta otra capa, y pude quitarla limpiamente; la única dificultad era que yo estaba parado encima. Era como quitar una alfombra redonda debajo de los propios pies. Por fortuna, siempre había otra debajo, y no sufrí ninguna caída. Al continuar mi trabajo fui adquiriendo gran facilidad para quitar esas capas inmateriales (por llamar de alguna manera a esa clase de materia sin espesor), que se sucedían unas a otras al parecer hasta el infinito. Las hacía deslizar fuera del círculo con gran habilidad, y allí quedaban flotando, perfectos círculos carentes de circunferencia; tampoco las desgarraba, ya, al quitarlas de mi rapidez y habilidad aumentaron con la práctica y con cierto truco mental que incluía, por supuesto, los ingredientes de no-esperanza, no-temor y no-ansiedad, y así hasta que en una de las capas encontré a Beatriz.

 

 

l

 

En realidad el proceso había sido más gradual y complejo. Después de haber quitado un número incalculable de capas, noté que aparecían dibujos sobre ellas. Primero puntos, escasos y dispersos, poco nítidos; luego, algunas líneas y conglomerados de puntos más visibles; finalmente, dibujos, cada vez más complejos y perfectos. Hubo un cierto orden inicial en las figuras: puntos, líneas desmadejadas que luego se hicieron rectas y curvas, y muchas capas después, dibujos: raros, abstractos, difusos, que lentamente, capa a capa, fueron sustituidos por figuras geométricas, algunas muy complejas, hasta lograr decorados inverosímiles. También aparecieron letras, al principio en forma aislada, junto a los dibujos inexplicables, y más tarde formaron palabras enteras —recuerdo “conejo”, “flor”, “imán”, “tachuela”, “lúpulo”, “aljibe”. Luego frases, junto a los dibujos o alternando con ellos, al principio sencillas, como “fojas rotas” o “salta la cabra”, que me recordaron mis primeras lecciones de dactilografía.

Luego las imágenes aparecían desordenadamente pero creciendo en grados de complejidad y realismo: automóviles, fragmentos de periódicos, camiones, la historia de Grecia a través de láminas, capítulos enteros de la Biblia, historietas, animales, tapices, historias en idiomas extranjeros, fotografías de gentes —algunas famosas, otras desconocidas, y muchas cosas más.

 

 

-m

 

Me detuve a leer una historieta. Estaba protagonizada por el clásico mago de galera y capas negras, con un gigantesco sirviente negro. Tenía una trama policial más bien complicada, y al llegar al final de la lectura no quedé satisfecho con la lógica del argumento. Esta historieta me dio claves para comprender algunas cosas; desgraciadamente no supe aprovecharlas y evitar, más adelante, una tragedia.

Decidí recomenzar la lectura para detectar los errores o las trampas del guionista; me sorprendió encontrar las cosas fuera de sitio. En efecto: tuve que reconocer que los primeros cuadritos habían variado sensiblemente, incluso sus diálogos, y seguí leyendo y me encontré con una historieta bastante distinta de la que acababa de leer, aunque similar en muchos aspectos y con idéntica estructura.

Comencé a leerla una vez más, y nuevamente hallé una aventura ligeramente distinta de las dos anteriores. Entonces, perplejo, decidí fijar la atención todo el tiempo en un solo cuadrito, para apreciar el momento exacto en que se producía el cambio, y observé con sorpresa que se trataba de algo parecido al cine: cada cuadrito era como una pantalla cinematográfica que recogía la proyección de una película. Cada cuadrito era una aventura completa, que además encajaba de alguna manera en la estructura general de la aventura plana. La dificultad de apreciación de este hecho sorprendente estribaba en el movimiento extremadamente lento, mucho más lento, por ejemplo, que la manecilla del horario de un reloj, y si no me concentraba mucho, apenas podía advertir el desenvolvimiento de la acción.

Esto me dejó cansado y con un montón de ideas y preguntas; pero había un hecho incuestionable: en ese círculo había tiempo, un tiempo vertical; los dibujos no eran estáticos, tenían cierta forma de vida, algo que hasta ese momento no había encontrado en ese lugar.

 

 

n

 

Casi me lleva a la locura tratar de imaginar la estructura total de aquella historieta, la combinación de tiempos y argumentos que formaban una trama parecida a una sucesión de enrejados metálicos horizontales y verticales cuya forma exterior fuese la de un cubo. Por fin arranqué esta capa del círculo que contenía la historieta, y apareció la imagen de un león.

Me concentré, y pude comprobar que también el león estaba “vivo”: realizaba movimientos, sólo que con tal lentitud que parecía inmóvil. Así sucedía con todo el resto de las figuras que fueron apareciendo; y a cada nueva capa, los colores se hacían más naturales, más nítidos, e incluso había luces con brillo propio.

Por fin, al arrancar una nueva capa, me encontré con Beatriz.

 

 

o

 

Quedé paralizado, fascinado, detenido, con la boca abierta, durante un tiempo incalculable; mientras tanto, se abría paso en mi mente la comprensión de que, de alguna manera inexplicada, esas imágenes, todas ellas, habían sido creadas por mí, o tal vez robadas, absorbidas de mi mente en ese círculo mágico. Noté que Beatriz respiraba. Debí observarla con mucha atención, durante mucho tiempo, para advertir este movimiento tan leve, tan mínimo.

La contemplación me llevó al deseo. No pude evitarlo; era toda una eternidad que había pasado, absolutamente solo, en ese lugar; y la imagen de Beatriz, de tamaño natural, estaba desnuda. Apoyé las palmas de mis manos en sus pechos. Tuve una sensación, no sé si imaginaria o real, de calor, de una particular y conocida tibieza. Entonces, ante mi asombro, la imagen gritó.

 

 

p

 

Un grito de largo desarrollo, en cámara lenta. Primero, el terror que reflejaron sus ojos, en los que pude ver claramente, punto por punto, un proceso que siempre es demasiado rápido para comprobar en la vida cotidiana: el asombro, a incredulidad, el temor, luego el miedo franco, luego el terror; y los labios se curvaron hacia abajo, y luego se abrieron con lentitud y aparecieron los dientes, y la lengua, y la boca completamente abierta y los ojos casi desorbitados por el terror, y el grito, que me llegó muy débilmente, que casi presentí más que sentí, un chillido agudo, terrible, agónico, pero como ahogado por un muro de distancia infinita.

 

 

q

 

Ella está viva. No es una imagen: está viva, viva. Allí, desmayada bajo mi cuerpo, sus pechos en contacto con las palmas de mis manos.

La conciencia de lo que estaba sucediendo hace más grave mi culpa. Fuera lo que fuese aquello que había producido esa imagen, ella tenía vida; esa Beatriz, auténtica o imaginaria, era un ser vivo, que no podía verme con sus ojos bidimensionalmente limitados a un plano, que podía aterrorizarse hasta el desmayo al sentirse tocada por un ser invisible.

Y yo, en lugar de esperar pacientemente los siglos necesarios para que saliera de su desmayo, y planificar una acción de acercamiento para llegar a ella sin asustarla, en lugar de proceder tal como me aconsejaba la razón, me dejé llevar por el deseo, desesperado e insensato.

Mis manos iniciaron un movimiento lento, acariciante, sobre sus pechos, y apoyé mis labios contra los suyos. Ella respondió, desde su sueño, en forma automática; sus pechos se agrandaron, se aceleró el ritmo de los latidos de su corazón, sus labios se separaron en una semisonrisa, y yo paseé mi lengua por esos labios entreabiertos y, en plena locura, traté de introducir mi lengua en la capa de esa materia, logrando la impresión de penetrar su boca; y cuando sus piernas se fueron separando lenta, muy lentamente, mi mano acarició el dibujó de su vello y luego, incontenible, traté de penetrarla.

 

 

r

 

Al desgarrar con mi sexo la materia del círculo sentí todo el peso de la culpa y me descontrolé ya por completo; arañé la imagen con las uñas, mordí la imagen de los labios con mis dientes, y el tiempo de la imagen coincidió, en el dolor y la muerte de Beatriz, con mi propio tiempo, y abrazados, y envuelto en un grito insoportable, ya no lejano y apagado sino desesperadamente próximo y fuerte, y lleno de su sangre bidimensional y pegajosa y caliente y roja, me sentí caer, caer, caer  interminablemente, con el grito que no cesaba, y el corazón que palpitaba contra el mío al mismo ritmo deteniéndose, deteniéndose para siempre, y el dolor y la culpa, y el cuerpo desgarrado que se deshacía con la facilidad de una hojilla de papel de fumar, se esfumaba y ya no tenía nada entre mis brazos, pedazos de materia intangible que simulaban sangre, como papeles de fumar rojos pegados a mis brazos, mi boca y mis piernas, y el gusto de esa boca inexistente y el eco de su grito y el vacío debajo de mí, el caer en el vacío hasta perder el sentido y seguir, aún, cayendo.

 

 

s

 

Desperté en el interior de una estructura metálica, al parecer cerrada y enorme, aunque no exactamente una jaula. Era un lugar muy incómodo, pero tenía una cierta libertad de movimientos, libertad que me obligaba a retorcerme entre los barrotes de una compleja maraña y que en definitiva no parecía conducir a ninguna parte.

Pasaba la pierna por encima de un barrote horizontal, atornillado a dos hierros paralelos verticales, muy próximos entre sí, y tenía que agachar la cabeza para evitar otro hierro situado más arriba, y luego pasaba la otra pierna para encontrarme en otro lugar tan enmarañado como el anterior.

Al cabo de un tiempo dejé de moverme y me senté, en otro barrote horizontal, a pensar. No había logrado en ningún momento incorporarme del todo, y el cuerpo me dolía por las posiciones ingratas que estaba obligado a adoptar.

Me hallaba ahora en un lugar tridimensional, y había recuperado todas mis sensaciones físicas y el sentido habitual del paso del tiempo: llegué, por ejemplo, a aburrirme y a sentir hambre.

 

 

t

 

Fue el hambre más que el aburrimiento lo que me llevó a abandonar mi pasividad y buscar la forma de salir. Comencé a trepar, afrontando más dificultades aun que para desplazarme horizontalmente. Pronto llegué a la conclusión de que esa estructura tenía una forma esférica, porque mis desplazamientos le hacían variar su centro de gravedad y moverse. Al cabo de grandes esfuerzos, y cuando pensaba haber adelantado gran trecho en mi ascenso, la estructura comenzó a moverse lentamente, como rodando, y quedé cabeza abajo. Hizo algunos movimientos oscilatorios y por fin se aquietó. Entonces, me fui enderezando, agarrándome de los barrotes de hierro, y recomencé mi ascenso; hasta que nuevamente volví a desequilibrar la presunta esfera, la hice rodar, y quedé nuevamente cabeza abajo.

Tratando de soportar la cara hinchada por la sangre que afluía a mi cabeza, y de contener el vértigo, intenté salir de allí por debajo; bajar era mucho más difícil que subir, y constantemente me golpeaba el cuerpo contra los barrotes metálicos; me sostenía la idea de que ya la esfera no habría de moverse y que pronto podría salir de allí. Pero mis cálculos fallaron; en cierto momento de mi descenso ka estructura se puso otra vez en marcha, y después de las breves oscilaciones se aquietó, dejándome cabeza arriba, sentado en un barrote, perplejo y abatido.

Ahora sí, no deseaba otra cosa que la muerte.

 

 

u

 

El hambre no me permitió dejarme morir en una especie de abandono pacífico. Lleno de rabia y desesperación final, me lancé contra uno de los barrotes de hierro, tratando de destrozarme la cabeza.

 

 

v

 

Esta vez desperté en un lugar horrendo. Estaba acompañado, y más cómodo que en aquella estructura metálica; pero era un lugar horrendo.

El cura que había a mi lado me alcanzó un sándwich de queso. Lo tomé sin detenerme a pensar en nada, con las dos manos sucias de excrementos, y lo devoré en silencio, sin mirar otra cosa que no fuera el propio sándwich. Después me incorporé en esa especie de lecho cenagoso y miré a mi alrededor. El piso, los árboles y montículos que veía a través de la ventana, el ranchito mismo en que me hallaba, todo parecía estar cubierto de barro y excrementos, o tal vez estar formado por esa materia barrosa y maloliente. Sólo el cura parecía limpio en su negra sotana. Su serenidad era extraordinaria.

—Gracias —dije, refiriéndome al sándwich y lo miré con atención. No parecía viejo, aunque sí envejecido. Su rostro era duro y al mismo tiempo agradable. El envejecimiento revelaba una tortura íntima, una torturante lucidez que ahora parecía calmada, sólo una huella. Sobre la nariz ganchuda tenía unos lentes redondos.

Mi cuerpo estaba cubierto por una especie de manta; una manta de género y excrementos. Estuvimos largo rato sin decir nada; por fin, después de mucho pensarlo, le dije:

—Me extraña verlo a usted aquí.

—Es mi voluntad —respondió. Su voz tenía un timbre grave y agradable. Luego me alcanzó unas ropas sencillas, del mismo material que la manta, y pude cubrir mi cuerpo desnudo por primera vez en mucho tiempo.

 

 

w

 

Dimos un paseo por el pequeño planeta. Pensé que atardecía, pero luego me enteré de que la luz era siempre así, lóbrega, pantanosa, sucia. No me gustaba ese planeta sucio, donde hasta la luz parecía haber sido maculada por los excrementos.

—¿Por qué es todo así? —pregunté, lleno de pesadumbre.

—Tú lo quieres —respondió; pero no era un reproche. Lentamente me llegó la comprensión, ampliada y reafirmada, de aquello que había intuido en el círculo mágico: yo no era una simple víctima de las circunstancias.

—Padre —dije—. ¿Usted me ayudará?

No respondió directamente a mi pregunta. Habló de sí mismo. No era un “padre”; lo había sido alguna vez. Llevaba sotana como podía llevar cualquier otro tipo de ropa. Luego dijo algunas generalidades que no comprendí totalmente; hablaba como para ser comprendido en otro tiempo. Supe entonces que como ayuda sólo contaba con su presencia; que el trabajo era exclusivamente mío. Y no tenía la menor idea de qué era lo que debía hacer.

 

 

x

 

Pasó un largo tiempo, equivalente a la convalecencia de una enfermedad. Dominaba una tristeza monótona, la melancolía diaria y constante, el silencio. No hacíamos nada, sino esperar; el hombre que estaba conmigo esperaba sin ansiedad, sin exigencia. Mi espera era torturada a veces, y a veces resignada, aunque era difícil la resignación en aquel lugar donde la repugnancia era permanente.

—¿Y los otros? —pregunté un día.

—No hay otros —respondió él.

Me sentí punzado por la urgencia. Ese hombre estaba perdiendo el tiempo conmigo, este ser despreciable, en un lugar inmundo. Me mordí los labios, y sentí que algo comenzaba a retorcerse, a enroscarse dentro de mí.

 

 

y

 

Ese breve diálogo me obligó a salir, poco a poco, de la melancolía. En principio, obligado por la circunstancia muda del hombre de la sotana, por ese atestiguamiento sin reproches, por esa silenciosa paciencia; después, un cierto entusiasmo por mí mismo. Algo debía de haber en mí para que ese hombre estuviera  a mi lado y me esperara. ¿Por qué no creerlo?

Él lo advirtió.

—Estás dispuesto —preguntó, sin signos de interrogación.

—Sí —respondí.

 

 

z

 

En el bosque, la voz de Beatriz.

—¿Te hiciste daño?

Yo había dado un paso en falso, y por un instante había quedado en silencio, apoyado un hombro contra un árbol, la mano izquierda en la frente, el pulgar y el índice en las sienes.

—No —respondí, luego—. No.

Y comencé a alejarme apresuradamente entre los árboles. Oí que Beatriz me llamaba, que decía que no me apurara tanto, que no podía seguirme. Hice un zigzag entre los árboles. Su voz me llegaba cada vez más lejana y más cargada de angustia.

Luego dejé de oírla, y respiré profundamente. Era una bella tarde, de primavera. Había mucho oxígeno en ese parque, y los rayos del sol filtrados por las copas de los árboles me herían benignamente las pupilas, dándome un sentimiento de plenitud. Mi paso se fue aquietando. Salí, lentamente, del parque, y subí a un autobús.